16 de abril de 2015

Le Guin o la imaginación disciplinada

Mariano Martín Rodríguez

Con ocasión de la presentación en mayo de 2013 de la traducción inglesa por Ursula K. Le Guin del libro del autor rumano Gheorghe Săsărman, hecha a partir de mi versión española (La cuadratura del círculo), tuve el privilegio de conocer y hablar personalmente con quien ha sido desde mi juventud mi autora de cabecera. Aparte de comprobar que su calidad humana no era menor que su calidad como escritora, pude preguntarle por diversos aspectos de su producción. En una excursión a Salem, la capital de Oregón, desde Portland, su ciudad de residencia, le dije que me parecía que había cultivado todos los géneros de la literatura de lo imaginario, pero que echaba de menos una corriente tan vigorosa como la ficción de terror, desde los educados fantasmas de raigambre victoriana hasta los proletarios y descerebrados zombis tan populares hoy en día. Su respuesta fue simplemente que no le había interesado nunca este tipo de ficción, sencillamente. Por supuesto, no hay leyes en gustos ni colores, por lo que no me pareció oportuno volver a tocar el tema, pero esa respuesta me reafirmó en la impresión de que la imaginación de Le Guin es refractaria a las celebraciones del irracionalismo, a la arbitrariedad con la que se introducen en el mundo ficcional hechos inexplicables e inexplicados, o con que algunos escritores valoran, desde el Surrealismo al Postmodernismo, el hecho de dar rienda suelta a sus delirios pretendidamente visionarios o liberadores. Incluso sus obras supuestamente menos especulativas (entendiendo por ficción especulativa lo que Borges llamaba de «imaginación razonada» y que comentaristas antiguos como Favonio ya supieron distinguir de la fantasía «fabulosa» e irracional) como el ciclo de fantasía de Earthsea (Tierramar) o el magistral relato cercano al equívoco realismo mágico «Buffalo Gals, Buffalo Gals, Won’t You Come Out Tonight» (o «Chicas bisonte, ¿no vais a salir esta noche?», como reza mi traducción del texto) se caracterizan por introducir leyes coherentes en un universo ficcional fantástico que se caracteriza en muchos otros escritores de tales géneros por la tendencia irrefrenable a meter cualquier cosa, en un everything goes que parece rechazar visceralmente Le Guin, igual que su admirado Borges. En Tierramar, la magia no es un procedimiento fácil para resolver problemas argumentales o para sacar de apuros al héroe o heroína, sino que obedece en ese universo a unas leyes tan rigurosas como las naturales de nuestro mundo. En «Chicas bisonte…», la convivencia de la niña humana con los animales antropomorfizados en un pueblo se produce en un universo ontológicamente distinto al empírico, un universo que refleja y reelabora, atendiendo a las preocupaciones contemporáneas (ecología, respeto de la diferencia, neonativismo, etc.), la cosmovisión mítica de los indígenas norteamericanos, ajustándose a las leyes implícitas de dicha cosmovisión. Las cosas no ocurren porque sí, ni aparecen niños con rabito de cerdo o personajes en levitación injustificada, porque le da la gana al «realista mágico» de turno. Le Guin no se deja tentar por tales atajos. 
Ante la complejidad de la realidad, incluida la mítica siempre operativa en nuestra mente, Le Guin responde activamente mediante un planteamiento que persigue una comprensión coherente y global. Este entendimiento del mundo a través de su reflejo ficcional fantástico va mucho más allá de una tentativa de dominio meramente positivista y confiado a la razón pura. Le Guin parece tan refractaria a la reducción del universo a esquemas racionales como a las pretensiones epistemológicas de los seudovisionarios y de los cultores del todo vale. Si consideramos la ciencia ficción, esto es, el género más razonado de los centrados en la creación de fantásticos mundos posibles, observaremos que Le Guin no solo lo ha cultivado amplia y gloriosamente, sino también que sus universos futuros o extraterrestres ligan la organización del dispositivo ficcional al efecto sublime de un novum tecnocientífico.
Además, la creación detallada de atmósferas, ambientes y personalidades reviste enorme importancia en su obra, de acuerdo con los usos de la llamada narrativa general, centrada a menudo en el efecto de veracidad ilusoria inducida por unos personajes construidos como si fueran entes del mundo de nuestra experiencia racional y emocional. Un ejemplo insigne de ello es su novela The Dispossessed (Los desposeídos), cuya acción está focalizada en un protagonista cuyas sensaciones, dudas y actuación se justifican tanto desde dentro, atendiendo a la incoherente coherencia de cualquier personalidad humana, como desde fuera, en su interrelación con su entorno. No se trata aquí en absoluto de un pretexto con nombre y apellidos para hacer avanzar la acción a través de sus aventuras y peripecias, ni tampoco de un mero testigo-comodín que permita visualizar, desde su perspectiva, el curioso mundo construido mediante el lenguaje.

La novela, que se subtitula una «utopía ambigua», evita el esquema utópico común de poner en escena a un personaje plano, cuya única función es admirar y consignar con rendida y acrítica admiración los logros de la utopía, su reducción de la variedad de lo real a un único esquema ideológico supuestamente salvífico que reproduce, en una dimensión sociopolítica, la nitidez inmutable de las leyes naturales, de forma que todo queda reducido a una pura racionalidad utópica, incluso en sus versiones libertarias, que parten igualmente de una concepción apriorísticamente esquemática de la humanidad. Al introducir el término «ambiguo», Le Guin matiza esa racionalidad empobrecedora. El testigo se convierte en personaje y protagonista, al mismo tiempo que la contraposición del mundo utópico anarquista de Anarres y el capitalista distópico de Urras evita presentarse en blanco y negro. Aunque Anarres aparezca connotado positivamente, la honradez intelectual de Le Guin se manifiesta de forma soberbia en la narración sutil de las mezquindades que allí persisten, que hacen exiliarse al protagonista a Urras, cuyo orden basado en la explotación económica repugna a su sensibilidad y, seguramente, a la de muchos lectores. Al final, el ofrecimiento del descubrimiento hecho por ese personaje principal de la manera de comunicarse instantáneamente entre planetas distantes se ofrece a un tercer mundo que se asemeja singularmente a la vieja Europa, un mundo que lo pondrá al servicio de las distintas humanidades de la Ekumene descrita y narrada por Le Guin en gran parte de su narrativa fictocientífica. De esta manera, queda simbólicamente subrayado que el ordenamiento austero de la luna Anarres, que representa un buen ejemplo de decrecimiento económico respecto al planeta Urras del que proceden sus habitantes, podría constituir en teoría una respuesta a la alineación capitalista, sin perder de vista que la racionalidad teórica de una ideología es parcial y, por ende, no se ajusta plenamente a la realidad de las cosas y de los seres. Le Guin señala así los límites de esa racionalidad, sin renegar en absoluto de ella. Antes bien, su obra entera sugiere un planteamiento íntegramente racional en la medida en que la razón constituye su columna o esqueleto, en torno al cual construye mundos ficcionales cuya complejidad intenta consignar, lográndolo casi sin excepción, la pluridimensionalidad de lo existente, especialmente de lo humano. Aunque sea la razón la que presta consistencia al ejercicio de su fantasía extraordinaria, es todo lo que la rodea en su ficción, incluido un uso del lenguaje cuya retórica se inscribe en la tradición literaria europea más que en el funcionalismo de los pulps y best-sellers de modelo norteamericano, lo que confiere a su narrativa el espesor intelectual y sensible que alienta una pluralidad de posibles lecturas e interpretaciones a lo largo del tiempo. La bibliografía inmensa que ya ha suscitado es buena señal de ello. Le Guin es ya una escritora clásica, a cuya producción se puede volver una y otra vez sin temor a agotarla ni agotarse. Clásica por su riqueza, pero también por su equilibrio entre lo racional y lo emocional, por la manera en que saca partido a la disciplina que se impone a sí misma para explorar una libertad que es también responsabilidad frente a uno mismo y frente al mundo, porque no todo vale ni en la vida, ni en la literatura.

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