28 de octubre de 2013

Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, de Barbara Ehrenreich

Una particularidad del ser humano, muy útil en la práctica y que supone una gran economía de recursos, es su tendencia a simplificar, a regirse por esquemas prefabricados. Es la manera de aprovechar las experiencias propias y ajenas, de no necesitar una valoración continua ni tener que someterse a decisiones constantes. Pero también es una actitud excesivamente cómoda. A causa de nuestro natural perezoso, tendemos a simplificar demasiado, a guiarnos por esquemas previos procedentes de los lugares comunes que gobiernan en cada momento una sociedad determinada. Por eso no es nada raro que pasemos del pesimismo más absoluto a la mayor de las euforias. Lo que comúnmente se conoce como pensamiento positivo apareció en Estados Unidos con el movimiento New Age y ha prosperado a lo largo del tiempo extendiéndose a toda su área de influencia. En España, tras una época no excesivamente esperanzada, caló bastante en determinados sectores, y ahora, en medio de la frustración generalizada, aún subsiste una inercia entre los antiguos incondicionales de esa corriente. Lo malo de esto es el automatismo, la frase, algo cargante “Hay que ser positivo”, que nos obliga a estar contentos de una forma simplona y bastante artificial. Los sentimientos tienen que aflorar, y ante las molestias e infortunios de la vida, el llanto es un hecho natural y hasta saludable, igual que lo es la rabia o cualquier otro sentimiento que salga de lo más hondo. Todo lleva su proceso, y buscar soluciones, luchar contra la adversidad, encontrar la faceta ventajosa del drama no excluye reconocer también la trágica, ni la convicción de que haber pasado por aquello no nos hacía ninguna falta.

Barbara Ehrenreich expresa esto de forma admirable y, aunque se centra en la realidad estadounidense, coincido con ella en todo. Estamos ante un ensayo inteligente, persuasivo, muy bien documentado, en el que la autora, sin defender el derrotismo, al contrario, demostrando el espíritu de lucha que siempre le ha acompañado, desmonta todos y cada uno de los tópicos al uso que nos obligan a sentirnos culpables sin motivo y, lo que es peor, a aceptar injusticias, incompetencias y cualquier otra eventualidad procedente de quienes toman decisiones, sin protestar, porque sabemos que está muy mal visto no recibir con una sonrisa todo cuanto nos ocurra. De ese modo, los líderes de cualquier ámbito se aseguran una sociedad de borregos y los coaches se forran como conferenciantes y autores de best sellers, la mayoría de las veces con la ayuda cómplice de aquellos a quienes justifican.

El (mal) llamado pensamiento positivo hunde sus raíces en la austeridad religiosa del calvinismo decimonónico –oponiéndosele, pero conservando al mismo tiempo su esencia– y se extiende por los campos más diversos: la religión, la empresa, psicología y psiquiatría, asociaciones de todo tipo (de pacientes, desempleados, adictos a lo que sea) o bien justifica y marca las pautas del liberalismo económico.

Quizá sea ese el efecto más peligroso de esta línea de pensamiento, pues da lugar a una aceptación acrítica de cualquier consigna del poder, produciendo un conservadurismo generalizado que no es otra cosa que resignación pasiva, sin ninguna base ideológica. El más demencial consistiría en esa faceta mágica que ha logrado convencer hasta a las mentes más conspicuas de que las visualizaciones concretas y, en general, una confianza ciega en un futuro mejor, atrae hacia nosotros cualquier bien material que deseemos y consigue hacer reales los –más o menos fantásticos pero siempre agradables–  panoramas que a veces fabrica nuestra mente. Tan absurdo como eso, pero la gente, en todas las situaciones pero sobre todo cuando está desesperada, puede llegar a creerse cualquier afirmación que le convenga, siempre que se presente ante sus ojos con el envoltorio más adecuado y seductor.

Personalmente, considero un error estratégico –seguramente solo para la mentalidad europea, no para la americana, que es a quien va dirigido– que Ehrenreich comience su trabajo relatando su propia experiencia. Más allá del Atlántico puede constituir un cebo para el lector; por estos lares, creo sinceramente que le quita categoría a la obra desde mucho antes de haber entrado en materia. Habrá quien lo abandone antes de tiempo por parecerle un mero testimonio sin ninguna consistencia teórica, además del negativo de un manual de autoayuda. Nadie puede intuir que, tras ese alegato –todo lo cargado de razón que se quiera– contra el folclore que rodea al cáncer de mama, vaya a encontrar un estudio tan completo de los orígenes, trayectoria histórica, alcance desmesurado, causas, consecuencias, falacias demagógicas y demás, con un rigor argumentativo irreprochable. 

13 de octubre de 2013

La conquista de la felicidad, Bertrand Russell

Bertrand Russell nació en Inglaterra en 1872. Vivió hasta los 98 años y en ese tiempo pasó por dos guerras mundiales, escribió tratados de matemáticas, libros filosóficos, proclamas políticas, novelas que le hicieron merecedor del Premio Nobel y hasta tuvo tiempo de casarse cuatro veces y cuidar de tres hijos. No deja de sorprender que un hombre de ese calado dedicase su tiempo a escribir un libro como La conquista de la felicidad, que recuerda en cierto modo a los modernos manuales de autoayuda y tiene la ligereza de uno de esos programas radiofónicos nocturnos. Y, sin embargo, aunque pueda despertar ciertas sonrisas –incluso en el prólogo, se aprecia que Fernando Savater no sabe muy bien qué decir sobre este libro-, no deja de ser cierto que está lleno de sensatez y buenos consejos. Lo mejor es que nos hace llegar un mensaje importante y es que, al final, los objetivos de la política, de la filosofía y de la ciencia no son otros sino incrementar la felicidad de los seres humanos y, si esa felicidad no es posible, todo lo demás carece de sentido. 

Russell es uno de esos pocos autores capaces de elevarse a lo más abstracto, precursor de la lógica en sus Principia mathematica, hombre político y autor filosófico, y actuar a la vez con los pies de la tierra, defendiendo las ventajas de las relaciones prematrimoniales, reconociendo que el puro altruismo es raro y afirmando que no hay nada malo en la vanidad o en la ambición, siempre y cuando se den en su justa medida y sin perder de vista la realidad.

La conquista de la felicidad está dividido en dos partes: las causas de la infelicidad y las causas de la felicidad. Entre las primeras, Russell señala el vacío existencial, la competencia, el aburrimiento, la fatiga, la envidia, el sentimiento de pecado, la manía persecutoria y el miedo a la opinión pública.

Llama la atención comprobar cuánto ha cambiado el mundo desde esa época en que las mujeres solo podían ser amas de casa o damas burguesas, en el que el entretenimiento pasivo y poco alentador que había que dosificar a los niños era la asistencia al teatro, o en el que la religión y la represión de los sentimientos y las pasiones convertían a hombres y mujeres en seres anodinos por fuera y a menudo heridos por dentro. Por fortuna, hoy gozamos de mayor libertad, no tenemos tanta necesidad de esconder nuestras pasiones y disfrutamos de facilidades inimaginables entonces para rodearnos de personas afines, aun viviendo en el lugar más remoto. Si todo eso ha sucedido es probable que sea porque él, entre otras muchas personas, puso su granito de arena.

Pero también llama la atención la pervivencia de algunas de esas lacras o incluso su exacerbamiento. La competencia en el trabajo no ha hecho sino crecer, siendo fuente de infelicidad, agotamiento y frustración en grandes dosis. La envidia y la falsa modestia campan por doquier. La atribución a los demás de nuestros males, que tan bien describe Russell, es algo que experimentamos a menudo, y no puedo por menos que recordar sus lúcidos consejos, que me han hecho reír y a la vez reconocerme y que me gustaría reproducir aquí: 1) recuerda que tus motivos no son tan altruistas como a ti te parecen; 2) no sobrestimes tus propios méritos; 3) no esperes que los demás se interesen por ti tanto como tú; 4) no pienses que la gente piensa tanto en ti como para tener interés en perseguirte. Me ha gustado especialmente su llamamiento a mantener la propia personalidad y las propias ideas, aunque no gusten al resto. Cito su regla básica, que me parece memorable y, como siempre, alejada del idealismo y llena de sentido común: “uno debe respetar la opinión pública lo justo para no morirse de hambre y no ir a la cárcel, pero todo lo que pase de ese punto es someterse voluntariamente a una tiranía innecesaria”.

Russell busca la felicidad en todos los ámbitos: el trabajo, la familia, el ocio, pero también menciona el entusiasmo o la delicadeza, como fuentes de placer. Sus consejos para alcanzar la felicidad son igualmente simples: el altruismo debe reportar algún beneficio, aunque solo sea el respeto y el reconocimiento de nuestros semejantes; el amor a los hijos no debe significar un sacrificio por el que tarde o temprano se pedirá una recompensa; el tiempo libre es fundamental y hay que dedicarlo a conocer mejor el mundo; hay que pensar un poco menos en uno mismo y volcarse en asuntos no personales; y, por encima de todo, es preciso tomar conciencia de que, por una parte, uno no es tan importante pero, por otra, lo es por formar parte de un ejército que avanza y extiende la civilización.


Sobre todo, merece la pena recordar que la felicidad, esa felicidad tranquila y serena que Russell propone, no es algo que haya que nos vaya a venir regalado, sino algo que hay que conseguir con una sabia dosis de esfuerzo y resignación. La felicidad, como bien dice, se conquista.