12 de agosto de 2012

El gobierno de las emociones, de Victoria Camps

A causa de la histórica separación de Iglesia y Estado y sobre todo con la democratización de la cultura - factores que han dado lugar a una sociedad redominantemente laica - la ética ha perdido vigencia siendo sustituida por una cultura del éxito, poder y riqueza que ha vuelto a los ciudadanos egoístas, sobre todo cuando una gran parte se siente privilegiada, desembocando en una mentalidad del todo vale, dónde la empatía deja de tener cabida en la vida cotidiana viéndose relegada al ámbito legislativo o al profesional, ya sea sanitario, asistencial o psicológico. Sólo cuando estamos en posición de inferioridad, como la propia autora reconoce en las últimas páginas, reclamamos justicia, es entonces cuando una ética ausente de todo signo religioso recobra el sentido en la vida social. Se nos ha educado en una cultura del esfuerzo dando por supuesto que éste siempre encuentra recompensa. Pero esto no es así en todos los casos, y una sociedad egoísta acaba perjudicando a la mayoría. Naturalmente, es difícil que aquel que no se sienta implicado tome conciencia de ello, a menos que experimente algún sentimiento que le mueva a pensar en los otros. Nadie se convence con sermones ni cambia de actitud porque sí. Excepto si siente vergüenza, compasión, miedo, indignación, desconfianza o sus opuestos, y siempre que la tristeza o la falta de autoestima no les lleve a inhibirse. O lo que es lo mismo, la razón no es suficiente para actuar, conocer una realidad no mueve a nadie a cambiar las cosas, es preciso desearlo y el deseo se estimula mediante emociones, las mencionadas o cualquier otra. Y ni siquiera todas ellas constituyen un estímulo ya que la mayoría presenta dos aspectos: el negativo es paralizante, en cambio su contrario incita a la acción. Habitualmente, las emociones que determinan nuestra conducta social han sido inducidas por un contexto (familiar, cultural, educativo, publicitario etc.) que marca lo que sentimos y queremos mucho más de lo que parece a primera vista. Es cierto que la filosofía tradicional, al haberlas etiquetado como pasiones, les ha añadido un matiz de inevitabilidad que condiciona nuestro concepto de ellas, pero ni son inmutables ni están determinadas de antemano. Siempre está en nuestra mano modificarlas cada vez que una línea de acción nos parezca desacertada, contraproducente o injusta, al menos quien pretenda que su conducta social sea autónoma y no impuesta por coacciones legislativas o del tipo que sean. Y es en esa modificación o aceptación de un sentimiento donde la mente juega un papel fundamental: cambiamos porque tenemos motivos para hacerlo.

El primero que, oponiéndose a las ideas de Platón, vinculó razón con sentimiento fue Aristóteles, formulando lo que se conoce como teoría cognitivista, que más tarde – contradiciendo a Descartes – adoptarían a interpretarían, cada uno a su manera, Spinoza y Hume. Ambas facultades, en lugar de oponerse, funcionan como caras de la misma moneda, una complementa a la otra. En efecto, una sociedad excesivamente racionalista mantendrá una conducta encorsetada y represora; y al contrario, la que se rija exclusivamente por los sentimientos producirá arbitrariedad e incoherencia. Los vaivenes sociales suelen conducirnos a uno u otro extremo. Actualmente nos encontramos en el segundo.

Podríamos creer, utópicamente, en una moralidad congénita común a todo el mundo pero, dado que las emociones son contradictorias, ésta sufriría desviaciones. La mayoría de las veces una emoción es aceptable o no según la causa que la motive, la función de la ley es, precisamente, corregir esas desviaciones en aras del bien común. La vergüenza, por ejemplo, es adecuada siempre que se refiera a un mal comportamiento objetivo e implica el nacimiento de una conciencia personal. Ésta, además, lleva aparejados sentimientos de culpa, e, inculcada en los individuos de las sociedades actuales, haría innecesaria la proliferación de normas de convivencia y reduciría drásticamente las vigilancias administrativa y policial. Desembocamos así en el campo de la justicia, que para que no se limite a mera compasión, quedando reducida al campo de las simpatías personales, ha de estar igualmente institucionalizada. Aunque la educación y los mass media contribuirán a interiorizarla. Y, sobre todo, evitarán que el individuo se deje arrastrar por la ira, que es ciega e individualista, pues lo que verdaderamente hace falta es indignación, un sentimiento que, además de tener su origen en la vulneración del bien común y ser desinteresado precisa de un criterio claro. Lo peor que puede ocurrir es que persista en el tiempo, en cuyo caso podría acarrear resentimiento, incluso predisponer a la venganza. Una sociedad ha de defenderse de las posibles transgresiones de sus miembros, para ello delega en lo que conocemos como poder judicial, que la sopesa y canaliza para hacerla aceptable. No obstante, algunos autores consideran más legítima la venganza irreflexiva del que ha sufrido un daño que esta venganza colectiva y meditada pues afirman que, en ciertos casos, puede producir mucha mayor crueldad.

De toda esta exposición puede deducirse la ya mencionada doble faceta de la emoción: positiva, pues todas son imprescindibles para mejorar algún aspecto vital, y negativa, ya que pueden perjudicarnos cuando las exageramos o hacemos mal uso de ellas. Camps, sin embargo, afirma que el miedo no parece conducir a nada bueno (no menciona la precaución, que constituiría su faceta positiva) y que debería sustituirse por su opuesto: la confianza (en  el progreso, la justicia, la libertad), que ha persistido, más o menos, hasta el final del S. XX y ahora ha desaparecido sin ser sustituida por nada. Es verdad que existen principios teóricos que satisfacen a mucha gente pero el mundo no se rige por ellos. En el ámbito cotidiano, este sentimiento se apoya en la responsabilidad propia y ajena – ya que no podemos elegir en quién confiamos y  sólo serán merecedores aquellos que, sabemos, no nos van a defraudar. – y es uno de los principios básicos que rigen la vida en común. Pero en el terreno profesional, el cliente ha ido perdiendo progresivamente la confianza en los servicios, refugiándose en una actitud defensiva que destruye el clima necesario para obtener lo que se pretende con dicha relación y volviendo imprescindible la presencia jurídica con más frecuencia de lo deseable.

Una emoción imprescindible para convivir en armonía con uno mismo y con los demás es la autoestima, que podría definirse como el orgullo que uno siente por lo que es y tiene. Las posesiones, la posición en la escala social, una ocupación prestigiosa producen admiración y ésta, a su vez, aumenta la autoestima. Por el contrario, y ya que la autoestima se construye socialmente con las cualidades que la colectividad considera valiosas, quien carece de lo suficiente para vivir con dignidad se sentirá inferior al resto. Igual sucederá con aquellos que pertenezcan a un grupo considerado inferior en cuanto a sexo, raza etc. ya que, a pesar de lo que digan las legislaciones, la discriminación sigue siendo un hecho. Como respuesta, el individuo se organiza para reafirmarse a sí mismo y reivindicar el carácter digno de esa identidad discriminada. En estos casos, hay que evitar que el individuo se diluya en el grupo en detrimento de su identidad personal, perdiendo libertad de elegir una trayectoria vital propia.

La tristeza, entendida como un malestar que afecta a determinadas personas, se ha contemplado siempre, pero sus causas empezaron a identificarse a partir de las investigaciones de Freud. En aquel momento, el motivo más frecuente era la represión social, por el contrario en las sociedades modernas encontramos excesivo individualismo, falta de un proyecto colectivo, de solidaridad, de valores comunes, de proyectos que orienten y enfoquen a la persona, quizá de autoridad. En este momento, la tristeza tiene muy mala prensa, se tiende a perseguirla, a fulminarla, a intentar que se volatilice. El actual auge de la psicología junto a la confusión propiciada por los intereses económicos de la industria farmacéutica no tolera ni siquiera una saludable tristeza reactiva. Se diría que, últimamente, nos pase lo que nos pase, no podemos ponernos tristes sin resultar sospechosos de padecer depresión (pg. 249 y ss.) Lo peor  es que una gran mayoría de la población afectada acepta de buen grado este enfoque pues, evidentemente, resulta mucho más cómodo refugiarse en la medicina – aunque ese mal concreto no sea de su competencia – que esforzarse por salir uno mismo del bache. Pero, si tomamos el camino más fácil, no seremos nosotros quienes gobernemos nuestras emociones, en nuestro lugar lo harán los medicamentos, o el psicólogo, o cualquier otro profesional a quien competa. Y no se trata de un asunto trivial: la forma en que gestionemos ésta o cualquier otra emoción determinará nuestro comportamiento e incluso nuestro carácter.

Volvemos así al principio, cuando afirmábamos que la razón interviene para canalizar los sentimientos. Podríamos decir que la emoción central, que gobernaría todas las demás, sería la pasión por el conocimiento, un conocimiento práctico, dirigido hacia el entorno. Empezando por lo que tenemos más cerca: nosotros mismos. Si somos capaces de distanciarnos lo suficiente para conocer nuestras propias debilidades seremos capaces de superarlas practicando el autodominio, y éste servirá a su vez para mejorar la vida en común.

Y, hablando de convivencia, la política siempre ha utilizado técnicas para el manejo de  sentimientos colectivos. Una estampa que tenemos muy presente es la de los retóricos griegos intentando persuadir a la ciudadanía. Actualmente, aunque existan otros medios distintos de la palabra, aunque se pueda llegar a mucha más gente, el procedimiento utilizado para transmitir un mensaje electoral es básicamente el mismo: independientemente de quien tenga razón, triunfará el que mejor consiga estimular la emotividad de los oyentes, tanto si persigue una causa justa como si lo que pretende es todo lo contrario. Un efecto peligroso, sí, pero real.

Y, si como estamos viendo, la emoción influye en las conductas mucho más que cualquier discurso racional, parece lógico que, en lo que concierne a la palabra, sea la narración el género que más fácilmente mueve las conciencias. La belleza emociona, las peripecias que acontecen a unos personajes con cuyos rasgos nos identificamos pueden llegar a apasionarnos aumentando de esa forma el interés por el mensaje ético.

Estas son, expuestas muy grosso modo, algunas de las ideas vertidas en este ensayo. Pero hay que escuchar a Camps, sumergirse en su prosa clara y directa, al alcance de cualquier lector medio y tratar de distinguir las doctrinas filosóficas, que ella despoja de florituras y tecnicismos para hacernóslas más comprensibles. La filosofía, reconoce, nunca ha destacado por llegar a grandes conclusiones, pero es experta en hacerse las preguntas pertinentes en cada momento histórico. Y, una vez expuesta la pregunta, la respuesta está siempre en camino. Lo peligroso es que ni siquiera seamos capaces de hacernos las preguntas correctas.

Queda patente la importancia que adquieren en la esfera de lo social las emociones más frecuentes así como la forma de gestionarlas. Pero éstas, como es natural dada la enorme complejidad de la capacidad de sentir del ser humano, no se agotan con las que Camps enumera en esta obra. Al tratarse de un texto reciente, y por tanto inmerso en los recientes acontecimientos que nos implican a todos, yo he echado de menos la codicia.

Reseña recomendada: El gobierno de las emociones

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