19 de noviembre de 2012

Ruby Sparks, algo más que una comedia



Preciosa la peli que Jonathan Dayton y Valerie Faris, los directores de Pequeña Miss Sunshine, dirigen esta vez a partir de un guión de la increíble Zoe Kazan. Esta chica, nacida para el cine, hija de guionistas y nieta del director Elia Kazan, además de ser la descarada y fresca protagonista, firma un guión brillante, de tejido sencillo y lúcido, con buen ritmo y un cierre elegante.

La historia gira en torno a un joven escritor (Paul Dano), abrumado por el éxito de una precoz novela, que acude al psicoanalista en busca de ayuda para superar su bloqueo creativo. El doctor le pide que escriba una página para él sobre la mujer de su vida. Calvin se muestra reacio, pero acepta el ejercicio y se pone a la tarea. A medida que la inspiración va apoderándose de él, la mujer ideal que escribe (y no sobre la que escribe) empieza a tomar cuerpo y se vuelve tan real en su imaginación que se va enamorando de ella. A su psicoanalista no parece preocuparle, pero él cree que no debe enamorarse de alguien que no es real. La sorpresa viene cuando Ruby, su creación, aparece a los pies de la escalera esperándole para tomar el desayuno. A partir de ahí, la historia se convierte en una disparatada comedia romántica, llena de frescura y vitalidad, a la que aporta un delicioso contrapunto el personaje de Harry  (Chris Messina), hermano de Calvin, que con su fuerte anclaje en la realidad, nos ofrece la otra cara de la moneda.

Y ¿por qué os cuento todo esto? Pues al hilo del ensayo de Richard David Precht, aquí comentado, y de su propuesta de que al enamorarse no hacemos sino proyectar una ilusión, esperando que la otra persona responda a lo que no es sino el fruto de la imaginación. «Quien se aventura con otra persona, quien se “entrega” anímicamente a ella, amplía su horizonte y sustituye su sentido de la realidad por sentido de la posibilidad» dice Precht, y eso es exactamente lo que hace Calvin con su creación.

Las críticas que he leído de la película (recomiendo especialmente la del New York Times) elogian el guión como una sencilla comedia romántica, donde se nos pone ante la tesitura de lo que podríamos hacer si realmente pudiéramos crear a nuestro gusto a nuestro compañero sentimental. Sin embargo, tras la lectura del ensayo de Precht, no puedo dejar de verla como algo más. Porque, al final, ¿qué es lo que hacemos cuando nos enamoramos? ¿No inventamos acaso a la otra persona, no convertimos a nuestro enamorado en el más guapo y tierno, en el más aventurero y divertido, o en el más original y sorprendente, según la narración que queramos escribir? ¿No nos enfadamos cuando la otra persona no obedece al guión que le hemos escrito, cuando no encaja en el papel que le habíamos adjudicado? Aunque, como nos dice la inteligente Zoe, ¿no sería peor si encajara? ¿nos gustaría realmente que atendiera a todos nuestros deseos?

Una parábola del enamoramiento, un juego metaliterario, una comedia que nos anima a disfrutar del amor sin cortapisas, dejándonos llevar, aceptando al otro como es y disfrutando, en lo bueno y en lo malo, de nuestra insoslayable libertad.

9 de noviembre de 2012


Amor, un sentimiento desordenado de Richard David Precht
El ser humano no está hecho para una felicidad constante y duradera, está hecho solo para soñar esa felicidad”

Amor, un sentimiento desordenado, recorre la biología, la sociología y la filosofía para explicar qué es el amor. Como el mismo autor advierte, no se trata de un libro de autoayuda ni  aporta las claves  para triunfar en el amor,  pero sí ayuda a comprender las dudas que se generan en torno a este sentimiento y los comportamientos contradictorios que provoca.
El ensayo se estructura en tres bloques. En la primera parte el autor responde en qué medida es la biología y en qué medida es la cultura la que determina la conducta diferente de  hombres y mujeres. En la segunda intenta definir y conceptualizar el amor y, en el tercer bloque, revisa las claves que definen el amor en la sociedad actual.
Para fundamentar sus teorías, Richard David Precht,  hace un extenso trabajo de recopilación de experimentos científicos y teorías filosóficas y sociológicas y las relata  de una forma sencilla y divertida.  En mi opinión, este es uno de los grandes valores del libro, el trabajo de divulgación científica.  Así, nos enteramos como los chimpancés pueden morir de amor, pero de amor maternal, no de pareja. O como determinadas especies féminas de aves se interesan por el nido en su búsqueda de compañero, sí,  pero el elegido no es el galán que ofrece mejor cobijo, sino que las hembras solo utilizan esta información  para  rechazar a los  que no tienen un nido con unas mínimas condiciones. Y si alguien piensa que las ratas son muy eficientes a la hora de reproducirse es porque no conoce el sistema que han desarrollado alunas especies inferiores: se pueden volver hermafroditas en tiempos de carencia cuando no encuentran compañero con quien aparearse. Los experimentos en nuestra especie también están presentes en el libro. Se nos relata cómo las hormonas describen (en opinión del autor, no explican) determinadas reacciones emocionales. Por ejemplo, la oxitocina, la hormona conocida por su implicación en el parto, se segrega cuando alguien nos abraza o nos acaricia y ello causa excitación, satisfacción y sensación de cobijo. Esta misma hormona se libera en mucha menor cuantía tras la masturbación. Y para  convencernos de lo circunstancial de nuestros deseos, de lo que influye el contexto en el enamoramiento, Precht escoge un experimento llevado a cabo en el Capilario Canyon Suspension Bridge, el puente colgante más largo del mundo, y nos demuestra que un entorno determinado causa excitación y este estado favorece el estímulo sexual. Eso es lo que le ocurrió a un grupo de turistas conejillos de indias que, tras visitar el puente conducidos por una espectacular y sensual guía turística, intentaron mantener contacto con ella. Este estímulo  sexual  no se produjo cuando la misma mujer acompañó a los turistas por un simple puente de madera.  Son solo algunos ejemplos de los experimentos científicos relatados. El ensayo está lleno de ellos.
Las conclusiones a las que llega  Precht  son que deseo, enamoramiento y amor son conceptos diferentes. El deseo es una emoción, existe per se, como el frío o el hambre,   pero el amor es un sentimiento y los sentimientos nacen cuando las emociones desencadenan representaciones. Por lo tanto, los sentimientos no se tienen, son interpretaciones (uno no duda de si tiene frio pero puede estar confuso sobre si siente amor).  Por tanto, si el amor no es un objeto,  sino algo que construimos mentalmente ¿Cuáles son las instrucciones para esa construcción? Como la mayoría no somos ermitaños y el  amor no se desarrolla en una cueva, hay una concepción personal  y una social. El amor romántico es el que domina el concepto del amor en la sociedad actual.
La característica más importante del amor romántico es la idea de fusión de sexo y amor. Hay precedentes de esta concepción del amor en otras épocas pero, así como el  romanticismo en otros tiempos no era una expectativa realista para la mayoría de la gente, sino, más bien, una fantasía de clases altas, ahora es una aspiración común. Hoy, en el amor,  se busca la mezcla de vínculo y comprensión con estímulo y emoción. Las expectativas que se tienen  son tan amplias que son inalcanzables: las parejas son o demasiado aburridas o demasiado escabrosas. Precht advierte de que esta insatisfacción genera muchísimos puestos de trabajo. Perfumes, lencería, peluquerías, gimnasios, libros de autoayuda, paginas de contactos, viajes singles, viajes románticos, sex shops… El consumo de romanticismo es inmenso y está absolutamente integrado en nuestra cotidianeidad. En palabras de Precht “el descontento, reavivado sin cesar, pertenece inseparable al capitalismo moderno. Unos ciudadanos  saciados son malos consumidores y ningún camino económico elude la eterna renovación del estímulo”.
El libro es, además, divertido, sobre todo en la primera parte, cuando hace una crítica finísima llena de ironía a  grandes best sellers que han difundido ideas como que las mujeres y los hombres tenemos diferencias insalvables en la forma relacionarnos  ¿Quiénes se diferencian más en la forma de comunicarse, un hombre y una mujer europea o  una mujer japonesa y una caribeña?, se pregunta Precht. Porque para el autor, las diferencias son biológicas, sí, pero sobre todo culturales.
Hace unos años,  Precht   vino a España a promocionar la edición española de su libro. Algunos artículos de prensa y entrevistas insinuaron que, el mismo  Precht, es un provocador que promociona bien sus libros con titulares sobre la infidelidad o el sexo. Cuando se le conoce a través de Amor, un sentimiento desordenado, se percibe a un intelectual con intereses mundanos que habla de temas tan universales e inquietantes como el amor,  pero también  a un autor riguroso, concienzudo en la documentación y a un gran  divulgador que, con una prosa concreta, natural e irónica, entretiene, provoca, divierte y, de acuerdo, vende muchos libros. Pero no es lo mismo vender quimeras que vender conocimientos.

28 de octubre de 2012

La tejedora de sombras, de Jorge Volpi


Siempre he querido saber qué ocurre en una sesión de terapia. A día de hoy, la mayoría de mis conocidos, aun los más cuerdos y sensatos, han pasado por las manos de algún psicólogo. He de reconocer que a veces siento algo de envidia. No puedo dejar de ver como un lujo extravagante pagar a alguien para que te escuche mientras te permites hablar y hablar sobre ti mismo. Antes mantenía, con soberbia, que era mejor tener un buen amigo o algún ser querido al que contarle tus historias. Ahora sé que no, que no hay nadie dispuesto a soportar nuestras almas desnudas y que, además, cualquier relación de amistad o de amor puede desvanecerse como el algodón de azúcar si se somete a altas temperaturas de verdad. Por eso era tan tentadora la lectura de La tejedora de sombras, de Jorge Volpi, que prometía, entre otras cosas, acercarnos a los experimentos y las vivencias de una paciente de Carl Gustav Jung.

Volpi lo tenía todo, no solo es un narrador extraordinario, sino que se había topado casualmente, rebuscando en los archivos de Harvard, con la fascinante historia de Christiana Morgan, contada por ella misma en una colección de cuadernos y diarios. Paciente y discípula de Jung, Christiana mantuvo una apasionada relación durante 40 años con Henry Murray, médico de Harvard, y según muestran sus anotaciones, trató de convertir esa relación, amparándose en las teorías del maestro, en una experiencia sublime de conjunción de las almas. Lamentablemente, con todo ese material, Volpi no ha hecho apenas anda. Lo que ha escrito no parece ni siquiera un borrador, sino un mero esbozo de la novela. Con una prosa lírica, aunque cuajada de anglicismos, que no sé si son corrientes en México o si proceden de una traducción apresurada de los cuadernos escritos en inglés o de la influencia de sus lecturas en dicha lengua, Volpi narra la historia con distancia y apresuramiento.

No nos explica nada en sus páginas sobre las teorías de Jung y me hubiera gustado que lo hiciera. No hay tampoco un retrato histórico de la época, de esa sociedad conservadora y de la pequeña burguesía progresista que viajaba a Zurich para someterse a terapia, que hablaba sobre sueños en las tertulias de salón, que descubría con estupor y avidez las alegrías y las miserias del sexo. Pero lo peor es que no hay unos personajes capaces de despertar emociones en el lector. El rostro fotografiado de Christiana, que aparece en la primera página, es lo más sugerente que encontramos de ella en todo el libro; por no hablar de Henry Murray, el hombre que enamora a Christiana y que mantiene su pasión despierta durante 40 años, y que sin embargo se nos aparece como un pelele, sin talento creador y sin personalidad alguna. Ni siquiera el final, que podría haber tenido una notable fuerza dramática, al desmontar taxativamente la ilusión que había guiado por tan tortuosos caminos la vida de ambos amantes, adquiere suficiente altura, insinuada como mero apunte, desperdiciada la oportunidad de haber creado un contraste que hubiera podido ofrecer al lector un cierto consuelo.

Lo mejor de la lectura ha sido por ello lo que no está. Conocer la existencia de Christiana me ha llevado a interesarme por las teorías de Jung, por sus conceptos del ánimus (el lado masculino de cada individuo) y el ánima (la faceta femenina), por sus arquetipos de la madre, del maná, de la sombra y muchos más y, sobre todo, por su idea fundacional del inconsciente colectivo como elemento inseparable de la persona. Jung promueve además como máximo logro de la existencia el encuentro del yo propio como unión de contrarios y fusión con ese inconsciente global que incorpora lo vivido o ideado o aprendido por todos nuestros antepasados. Quizás esté ahí la razón del experimento de Christiana, quizás se explique así la construcción del castillo y la invención del ritual de la díada. Es posible que si leyéramos el texto con la obra de Jung al lado, estudiando los dibujos de la protagonista, comparándolos con los esotéricos ensayos del profesor, pudiéramos sacarle más jugo a la historia. Pero no creo que sea esa la forma de construir una novela.

Me ha decepcionado Volpi, y más aún por las expectativas que despertó con En busca de Klingsor, el libro que obtuvo el Premio Biblioteca Breve en 1999, y que despertó la admiración de García Márquez o de Cabrera Infante, un libro precursor del interés de la literatura por la ciencia, una obra que abrió la puerta a la exploración de las minas de poesía y de filosofía que la física o las matemáticas encierran. Volpi es un gran investigador, un curioso infatigable con afán de saberlo todo y eso puede ayudarle a escribir grandes novelas, pero no es suficiente. En sus últimos libros me da la sensación, además, de que está cansado, de que quiere acabar con su estudio, hacer borrón y cuenta nueva. Me pasó algo parecido con Leer la mente, un libro erudito que podría haber sido un ensayo esencial sobre el comportamiento del cerebro frente a la ficción y su relación con el comportamiento ante la realidad, y que se quedó en una sinopsis apresurada de unas cuantas teorías.

La tejedora de sombras me ha parecido un libro a medio escribir, y  tratándose de un autor con el talento de Volpi, me parece una verdadera lástima. Siento que no se haya sentado a recrear la verdadera historia de Christiana, que no haya sido capaz de transmitirnos sus pasiones, sus inquietudes, su fuerza y su flaqueza. Estoy segura de que esta joven indagadora de sí misma, capaz de darlo todo y de exigir lo imposible, se merecía más que esto.

Reseña recomendada: La tejedora de sombras

25 de octubre de 2012

Tema: El amor



Raymond Carver, en su archifamosa colección de relatos, se preguntaba ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor? Eso es lo que trataremos de averiguar en nuestro próximo debate. Los libros escogidos son Amor,un sentimiento desordenado, de Richard David Prech, y La tejedora de sombras, de Jorge Volpi. El ensayo de Precht abre la puerta a muchas preguntas:

¿Qué hay de biológico en el amor? ¿Existía el amor en la Edad de Piedra? ¿Qué hay de evolucionismo darwiniano?

¿Qué papel tienen las hormonas y sus efectos?

¿Es acaso cultural nuestro amor romántico?

¿O es tan solo una ilusión proyectada por nuestro cerebro en connivencia con todo el aparato físico y químico de nuestro organismo?

¿Puede durar el enamoramiento? ¿O está inevitablemente abocado a esfumarse por ser precisamente una proyección del otro sin correlato real?

20 de octubre de 2012

Doña Oráculo, de Margaret Atwood


Doña Oráculo es la tercera novela de Margaret Atwood, escritora canadiense nacida en 1939 y galardonada con premios como el Booker Prize o el Príncipe de Asturias. La novela, escrita en 1976, nos narra en primera persona la historia de Joan Foster, una mujer marcada por una madre incapaz de quererla. La primera parte nos describe cómo llega a un pequeño pueblo italiano después de haber fingido su propia muerte en su Canadá natal. Con esta intriga sembrada, a partir de la segunda parte la autora va narrando, siempre en primera persona, la historia de esta mujer, comenzando por la infancia y terminando en el momento de su vida adulta en el que se ve forzada a desaparecer.

La autora nos muestra, en uno de los primeros episodios, a una niña que quiere bailar y que sabe hacerlo, pero que se ve apartada de las demás niñas por la sencilla razón de que su gordura no parece acorde con el traje de bailarina que le tienen preparado, una niña a la que su madre solo ve defectos y que, privada de ese amor incondicional que normalmente reciben los hijos de sus padres, no logra, a pesar de sus progresivos éxitos, convencerse de su valía. El desprecio con que su madre la trata parece ser la causa de que, alcanzada la madurez, no busque otra cosa sino la aprobación de los demás. La paradoja está, sin embargo, en que para hacerse querer debe ir ocultando sus méritos. Así ocurre con su primera pareja, ese conde anticuado que la inicia en el arte de los folletines y al que ella no se atreve a mostrar que escribe mejor, o con Arthur, ese marido progresista al que ella oculta tanto su talento como escritora de novela gótica, como ese talento más profundo que la lleva a escribir un libro de poemas objeto de las más elogiosas críticas. Si lo uno está por debajo de lo que Arthur considera digno de valor, lo otro queda por encima y, según nos muestra la novela, solo la mediocridad permite sobrevivir. Quizás el único personaje que sobresale de la tónica general, y ello gracias al desprecio que muestra por las convenciones, es el de la tía Lou, esa rebelde que no se atiene al papel de ama de casa, ni al de la mujer bella, ni al de la madre y esposa. Lou es su único asidero y es, en un acierto argumental, la salvación en un momento dado de la protagonista.

Margaret Atwood es una habilidosa narradora y consigue atrapar al lector con esa intriga despertada al inicio, con sus continuas anécdotas y enredos y, sobre todo, con su sentido del humor, que hace que todos los personajes adquieran un lado cómico y risible. Pero la autora, con su sátira de personajes mezquinos y absurdos, nos plantea más de una pregunta. A Margaret Atwood se la suele incluir en la literatura de mujeres y su obra suele analizarse desde el punto de vista de los estudios de género, pero Atwood parece querer darle la vuelta a la tortilla. Mientras las feministas luchan para que las mujeres puedan desempeñar el mismo rol que los hombres, nuestra protagonista, por el contrario, no hace sino intentar encajar en el rol de la bailarina, de la esposa sumisa, de la amante desinhibida o de la amiga fiel. Pero curiosamente, a ella, que le encantan las novelas rosas, las historias de mujeres frágiles y de malvados seductores, nadie parece dispuesto a aceptarla. La autora se sitúa por delante de las reivindicaciones feministas para mostrarnos un mundo más complejo, donde cada individuo es único y especial, pero se ve a menudo obligado a ocultarse o disimular para poder vivir en una sociedad marcada por los prejuicios.

Margaret Atwood entrelaza la historia principal con la historia que la protagonista escribe, y la longitud de estos fragmentos del folletín no está justificada por su aportación a la historia. Tampoco el final, en forma de bucle, donde terminamos de comprender por qué ha fingido su muerte y por qué ha de desaparecer, ofrece un buen cierre a la historia. Pero, en conjunto, no cabe duda de que se trata de una novela tan divertida como interesante.

Reseña recomendada: Doña Oráculo

15 de octubre de 2012

Tema: La identidad de género en el sistema capitalista


El tema de este debate lleva varias décadas en el candelero. Las luchas feministas han logrado que el rol de las mujeres se modifique y, de la mano de ellas, también los hombres, con mayores o menores reticencias, han cambiado sus costumbres. Ellas se han fortalecido, ellos se han dulcificado. Ellas trabajan y llevan pantalones. Ellos friegan los platos y cuidan de sus hijos. Si bien quedan restos de la tradición patriarcal, no hay duda de que la sociedad ha avanzado. Pero quedan aún muchas preguntas:

¿Es suficiente con seguir adelante por esa vía? ¿O existen otras posibilidades, otros géneros?

¿Deben las mujeres imitar a los hombres y los hombres a las mujeres? ¿O pueden unos y otros explorar sus propios caminos, nuevos, múltiples, intercambiables?

¿Qué define nuestra identidad sexual, o como muchos defienden, nuestra identidad de género? ¿Es la naturaleza la que determina tajantemente si se es hombre o mujer? ¿O es la cultura la que nos inserta, aunque sea a la fuerza, en uno u otro grupo?

¿Qué ocurre con aquellas personas que no se identifican con ninguno de los dos?

Y, por último, ¿qué papel desempeña el capitalismo? ¿Se beneficia de encumbrar las virtudes de los arquetipos masculino y femenino? ¿Puede forzarnos a modificar nuestros cuerpos, a someternos a tratamientos crueles solo para encajar de manera más precisa en el molde que se nos ha fabricado?

Para responder a todas estas preguntas, se han propuesto dos lecturas: Testo yonqui, de Beatriz Preciado, y Doña Oráculo, de Margaret Atwood. Invitamos a nuestros seguidores a sumarse al reto y a embarcarse en la lectura de estos libros, u otros similares, para contribuir al debate. ¿Es posible, como plantea Beatriz Preciado, llegar a construir una sociedad donde el género ya no importe?

1 de octubre de 2012

Algo crece en Madrid

Sobre Crece, visto en el Circo Price el sábado 29 de septiembre de 2012

Anochecía cuando salimos de casa. Hileras de lucecitas rojas recorrían la Avenida de América atascada. Llegábamos tarde al circo y nos pusimos nerviosos al ver que el Paseo del Prado estaba cortado. Se veía a mucha gente a lo lejos, cabezas oscuras de rasgos indistinguibles arremolinadas al fondo. Alrededor, numerosos furgones de policía con sus luces azules, como si la ciudad se encontrara ante una amenaza terrorista de dimensiones insospechables. En realidad, era solo otra tarde de manifestaciones, otra tarde de ciudadanos hastiados. El día anterior nuestro presidente había dicho, aprovechando su visita a las Naciones Unidas, la organización creada precisamente para que nunca más el autoritarismo nazi volviera a teñir de sangre la Tierra, que a él lo que le gustaba eran las mayorías silenciosas, es decir, las masas adormiladas que se despiertan para votar cada cuatro años y no cuestionan nada (como tiene que ser, al fin y al cabo, son ellos los que saben, le faltó decir). Dimos la vuelta para buscar otra forma de llegar a la Ronda de Atocha.

Nada más sentarnos, se apagaron las luces. El Circo Price tiene una sala sencilla, con butacas rojas, no muy cómodas, pero que recuerdan a las de los circos de las películas. Un grupo de chicos y chicas llenaron entonces el escenario y empezaron a parlotear y a moverse. Eran  jóvenes, venían de diferentes escuelas de circo del mundo, y se habían reunido para montar un espectáculo llamado Crece. Los números se sucedieron. Dos acróbatas que saltaban uno sobre otro y hacían cabriolas sobre el escenario; un chico metido dentro de un aro que jugaba incansable al ritmo de una romántica canción francesa; otro acróbata que nos hizo reír con los movimientos de sus pies; una contorsionista que intentaba ganarse los favores de un presunto magnate; una trapecista vertiginosa; y más acróbatas que se alzaban por cuerdas y saltaban de un mástil a otro. Cuando uno actuaba, los demás se iban a la parte de la orquesta y tocaban. Porque no solo eran artistas de circo, sino que también tocaban instrumentos, cantaban, bailaban y, a pesar de tener nacionalidades distintas, se entendían, sin duda gracias a que todos sabían inglés. Por no hablar de sus matemáticas, pues sus cálculos del tiempo y la distancia eran perfectos.
Visto desde Neptuno podía parecer un truco circense, pero eran reales, estaban ahí. Eran jóvenes y habían podido desarrollar su pulsión artística, sacar todo el partido posible de sus cuerpos ágiles y fuertes para crear un espectáculo bello y emocionante. Era evidente que cualquiera de ellos le daba cien vueltas a los políticos que administran nuestro presupuesto, a los que prefieren a los ciudadanos aborregados, a los que afirman que la cultura es entretenimiento, a los que nos ofrecen como solución convertirnos en mano de obra barata. Y así, dando vueltas y vueltas, trepaban por las cuerdas, subían a los trapecios, saltaban por los aros, y con sus tres, dos, uno, cuadraban sus cuentas con precisión meridiana y mantenían siempre el equilibrio.

Los miraba, y como las tertulectias forman ya parte de mí, pensaba en el arte convertido en producto de consumo del que hablaba Donald Kuspit, en los cuerpos atrapados por el capitalismo que según Beatriz Preciado los obliga a doblegarse para encajar en el rol establecido, siempre a costa de la insatisfacción permanente. Los comparaba con los cuerpos de los artistas que acababa de ver, de esos chicos y chicas que se dejaban llevar por su potencial de fuerza y de expresividad para saltar más alto que los otros, para perfeccionar sus movimientos hasta confundirse con la música, para relacionarse con sus compañeros a través del idealismo, de la complicidad, de la confianza.

Salí del circo después de mucho aplaudir y con pena de tener que abandonar aquel mágico espacio. La noche estaba fresca y las lucecitas blancas y rojas recorrían la Ronda de Atocha mientras una moto sin silenciador nos impedía comentar nuestras impresiones. Me pareció que todo lo que ocurría ahí fuera carecía de sentido y que al salir de aquella carpa de circo dejaba atrás el único mundo verdadero.

24 de septiembre de 2012

Tertulia 21 de septiembre de 2012


Tertulectos bajo el sol del membrillo.

Aviso a navegantes:
Todos los que seguís este blog conocéis el rigor, la capacidad y acierto en los comentarios literarios de los tertulectos, todos sabéis qué es el sol… así que del membrillo mejor no hablamos ¡Vale!

No vengo a escribir sobre libros, aunque estén presentes. ¿Qué sentido tendría que para comentar nuestra periódica reunión “tertulecta” me pusiera a escribir sobre los libros que hemos leído (o no) para la ocasión? Ninguno. De estos libros hablarán otras y otros: los aplicados. Vengo a hablar del grupo, de las personas que lo integran, sin señalar, que me inculcaron desde chico que eso está muy feo. Y si no puedo señalar que es la moda nacional y autonómica ¿qué puedo decir sobre las personas que componen el grupo “tertulectos” y sobre; la reunión? Mucho... puedo hablar de la experiencia que he vivido a lo largo de este año al lado de esta gente. Puedo hablar del miedo a no estar a la altura. Puedo hablar de la pasión lectora del grupo, de la pulsión escritora de muchos de sus miembros, de su ambición creadora, de su obsesión por el conocimiento, del respeto a los autores y sus obras, de su implicación social y su vocación didáctica... Del compromiso anónimo en pos del bien común, un compromiso de vanguardia, de atención al entorno actual y su contexto histórico. Esta gente sabe lo que dice y sobre todo sabe por qué lo dice. Gracias tertulectos, me habéis dado tanto y he aportado tan poco…

Vayamos al grano que se acaba el verano

Hoy, 21 de septiembre, somos seis, entre las seis y las siete, en Ramales, como siempre. El sol que filtra la plaza adelanta San Miguel y su veranillo que anuncia la flor del membrillo, y que como un rayo lateral trae al recuerdo a Don Antonio López, maestro de más advocación que el santo arcángel patrón de esta mini_estación, epílogo de un verano ardiente en todos los sentidos.

Y hablando de calores, se me suben los colores con el tema que traemos entre manos: La identidad personal en el sistema capitalista” Autores invitados y presentes: Margaret Atwood que nos acerca su novela “Doña Oráculo” y Beatriz Preciado con un artefacto, en forma de libro, que porta en su interior armas de destrucción masiva. Nos trasladamos de la terraza de la plaza al interior por Bar_lo_vento para evitar daños colaterales al abrir “Testo Yonqui”. La tarde se espera movida porque por la puerta aparecerán en cualquier momento Foucault y Derrida y puede que hasta Houellebecq... Lo de la Preciado parece que también tiene mapas y territorios (inexplorados).

Empieza la tertulia el oráculo –de Margaret, claro- y vamos conociendo detalles de la lectura de la Doña y descubriendo secretos de las “intralecturas” individuales. El meollo: Un personaje central femenino dotado de todas las características para el triunfo y con todas las contradicciones de género o atávicas del machismo circundante. Aquí surge el dilema: … que si la madre fuma… que si el padre es un pasota… que si los hombres no están a la altura de una gran mujer… que si esta mujer no está a la altura de sí misma. Lo cierto es que Doña Oráculo no crece a lo largo de la novela y que la tela de araña montada por Doña Margaret, a pesar de estar bien tejida, tener el color negro aterciopelado del mejor hacer literario y de llamar la atención sobre la posibilidad de una isla, quiero decir de una gran “hembra” ajena al condicionante que el propio término lleva parejo en nuestra cultura, se queda en casi nada… La Atwood, que ha seguido todo el debate con interés, al verse inquirida por los tertulectos se encoge de hombros como diciendo “¿Qué queréis…? ¿Que una novela solucione un problema ancestral o que me alinee con determinados interese?... Cuento lo que veo y lo desarrollo desde distintas ópticas… pero no he encontrado la solución paradigmática.

La Preciado irrumpe como si se acabara de chutar su ración de “testo”, hablando a dos voces, como una hidra bicéfala. Los tertulectos se reacomodan y comentan que no saben cómo han conseguido llegar a la página veinte… pero que una vez alcanzado ese número, aún está paladeando su lectura de forma sosegada. En pequeñas dosis para evitar alguna “heroicidad”. Valiente, muy valiente… que look, que enfoque, que disección del oculto devaneo entre el poder de las corporaciones, los guiños de los medios de comunicación, el seguidismo de los consumidores… Una cadena de producción perfecta, basada en el cuerpo humano como única mercancía capaz de generar riqueza. No el cuerpo como motor o potencia, el cuerpo como principio y como fin… el cuerpo como maquina eyaculadora en pos del bienestar, de la felicidad, de la diferencia de géneros, subgéneros y ultra géneros… una segmentación de mercado desde el propio mercado, consumidores que buscan, esperan y ansían su producto farmacológico, médico, quirúrgico, bioquímico, cosmético para igualarse al canon o para diferenciarse… para seguir eyaculando felicidad que retroalimente la cadena inducida e inductora… “y si no estás convencido pruébalo totalmente gratis”. Perdona Beatriz, he vulgarizado tanto tus teorías que ni las reconozco tal como las he leído… ¿pero algo de esto hay en tu libro?... Hija lo tienes todo tan claro, tan compartimentado… es tal la asepsia que se respira en su interior a pesar de lo burra que eres y de la mierda que aflora… que uno no sabe como abreviarlo.

Me voy, que de Testo sólo he leído cien páginas y a Doña Oráculo ni la he tocado. A ver si consigo acabarlos antes de que lleguen los “aplicados” con sus correctos análisis para buscarles las cosquillas o decirles alguna cosilla amable que yo para hacer algo tengo más indisposición que predisposición.

Texto “Yanqui” de Faulkner (intervenido por mí mismo, para adaptarlo a mis necesidades)
"Mi única ambición, como persona reservada que soy -dijo una vez-, es que me borren y echen de la historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros leídos; ojalá hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba a ocurrir, como algunos isabelinos, y no los hubiese leído. Es mi propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias a mi epitafio, sean ambas: Leyó libros y murió"

4 de septiembre de 2012



Elena, de Andrey Zavagintsev

Mientras preparamos el próximo encuentro para hablar de libros, os dejo la reseña de esta película que me ayudó a sobrellevar una  tarde  de domingo del mes de agosto

Titulo original: Elena
Dirección: Andrey Zavagintsev
Guion: Oleg Negin

Dirección artística: Andrey Ponckratov

Interpretes: Elena Lyadova, Nadezhda Markina, Alexey Rozin, Andrey Smirnov
Producción: Rusia 2011. 109 minutos. Drama

Vladmir es un hombre de clase acomodada que se casa en la madurez, en segundas nupcias,  con Elena, enfermera, también mayor y de clase más humilde.  Se trata de una relación servil en la que cada uno mantiene su círculo social independiente. Duermen separados, ella le despierta todas las mañanas y le prepara el desayuno, él se va al gimnasio, ella limpia la casa, de vez en cuando tienen sexo. Vladmir  tiene una hija. Treintañera  soltera,  indiferente al dinero e interesada por el existencialismo,  vive distanciada de su padre que es quien le  procura una vida acomodada. Elena  también tiene un hijo de una relación anterior. Desempleado,   padre de  un bebé y de  un adolescente,   consume  el tiempo  bebiendo  cerveza y comiendo  frutos secos delante del televisor. Los frutos secos y la cerveza  los compra su mujer. Y   también es ella la que se encarga de bañar y dar de comer al bebé  o de atender a su  suegra  Elena  cuando los visita. El conflicto entre Vladmir  y Elena surge cuando él se niega a dejarle dinero para que el  nieto mayor de Elena, pésimo estudiante,  se matricule en la universidad y se libre de  hacer el servicio militar.

Con este argumento el guionista nos propone   que juzguemos a cada uno de los personajes.  ¿Debe Vladmir permitir que el hijo de su mujer viva en la marginación o está obligado  a  mantenerlo a pesar de ser un  parásito social? ¿Es lícito que un hijo se aproveche del matrimonio servil de su madre? ¿Quién utiliza a quién: Vladmir a Elena o Elena a Vladmir?  ¿Es diferente el  rol del  hombre y de la mujer en unas clases sociales y en otras? El guion parece predisponer a la condena fácil de algunos personajes pero  dos giros magistrales, el primero relacionado con Elena y el segundo con su nieto,  alejan este drama social del  maniqueísmo. Un entorno social y familiar hace de estos personajes miserables lo que son, victimas y verdugos.
Elena es una historia contada con imágenes en lugar de palabras. Los diálogos son mínimos y, a cambio, una cámara acompaña  a los personajes  durante escenas  larguísimas  en donde la ambientación es un personaje más. Los grandes espacios de la impoluta y  fría casa del barrio residencial donde vive Vladimir se contraponen a  los escasos metros cuadrados del caótico  piso en plena  barriada industrial donde sobrevive la familia de Elena. La  protagonista toma un tren que la lleva de un mundo  a otro y el público le acompaña en el trayecto mientras siente como la tensión crece en su interior  igual que crece  en el interior de Elena.
La película es sobria,  gris, minimalista pero llena de guiños intelectuales al espectador a través de los símbolos. El ritmo lento con el que se muestran permite al espectador ser consciente de ello, aceptarlo o no;  aleja la película del adoctrinamiento. En mi opinión,  dos de estas escenas simbólicas sintetizan  todo el fatalismo que subyace en la película. En la primera de ellas, el nieto de Elena, adolescente marginado que podría tener una oportunidad,  observa desde la distancia de una terraza  como los chicos del barrio residencial juegan al futbol. La forma en la que se divierten  es muy diferente a la manera en la que  él  pasa el tiempo con sus amigos.  La distancia que lo separa de esos chicos jugando un partido es insalvable, nunca será un miembro del  equipo.  La otra escena muestra  a su hermano, todavía un bebé,  en la cama de Vladimir. Es una cama inmensa de dos por dos,  seguramente las sábanas son de seda.  El niño  empieza a gatear por el colchón, despacio, imparable,  llegará al borde de la cama, es inevitable, está solo ¿sobrevivirá en un lecho tan lujoso o  se caerá al suelo?
Elena es la cuarta película del director ruso Andrey Zvagintsev. Con la primera, El regreso (2003), ganó León de Oro del festival de Venecia.  Elena ha obtenido el premio especial del jurado  en la sección Una Cierta Mirada Crítica del Festival de Cannes.

12 de agosto de 2012

El gobierno de las emociones, de Victoria Camps

A causa de la histórica separación de Iglesia y Estado y sobre todo con la democratización de la cultura - factores que han dado lugar a una sociedad redominantemente laica - la ética ha perdido vigencia siendo sustituida por una cultura del éxito, poder y riqueza que ha vuelto a los ciudadanos egoístas, sobre todo cuando una gran parte se siente privilegiada, desembocando en una mentalidad del todo vale, dónde la empatía deja de tener cabida en la vida cotidiana viéndose relegada al ámbito legislativo o al profesional, ya sea sanitario, asistencial o psicológico. Sólo cuando estamos en posición de inferioridad, como la propia autora reconoce en las últimas páginas, reclamamos justicia, es entonces cuando una ética ausente de todo signo religioso recobra el sentido en la vida social. Se nos ha educado en una cultura del esfuerzo dando por supuesto que éste siempre encuentra recompensa. Pero esto no es así en todos los casos, y una sociedad egoísta acaba perjudicando a la mayoría. Naturalmente, es difícil que aquel que no se sienta implicado tome conciencia de ello, a menos que experimente algún sentimiento que le mueva a pensar en los otros. Nadie se convence con sermones ni cambia de actitud porque sí. Excepto si siente vergüenza, compasión, miedo, indignación, desconfianza o sus opuestos, y siempre que la tristeza o la falta de autoestima no les lleve a inhibirse. O lo que es lo mismo, la razón no es suficiente para actuar, conocer una realidad no mueve a nadie a cambiar las cosas, es preciso desearlo y el deseo se estimula mediante emociones, las mencionadas o cualquier otra. Y ni siquiera todas ellas constituyen un estímulo ya que la mayoría presenta dos aspectos: el negativo es paralizante, en cambio su contrario incita a la acción. Habitualmente, las emociones que determinan nuestra conducta social han sido inducidas por un contexto (familiar, cultural, educativo, publicitario etc.) que marca lo que sentimos y queremos mucho más de lo que parece a primera vista. Es cierto que la filosofía tradicional, al haberlas etiquetado como pasiones, les ha añadido un matiz de inevitabilidad que condiciona nuestro concepto de ellas, pero ni son inmutables ni están determinadas de antemano. Siempre está en nuestra mano modificarlas cada vez que una línea de acción nos parezca desacertada, contraproducente o injusta, al menos quien pretenda que su conducta social sea autónoma y no impuesta por coacciones legislativas o del tipo que sean. Y es en esa modificación o aceptación de un sentimiento donde la mente juega un papel fundamental: cambiamos porque tenemos motivos para hacerlo.

El primero que, oponiéndose a las ideas de Platón, vinculó razón con sentimiento fue Aristóteles, formulando lo que se conoce como teoría cognitivista, que más tarde – contradiciendo a Descartes – adoptarían a interpretarían, cada uno a su manera, Spinoza y Hume. Ambas facultades, en lugar de oponerse, funcionan como caras de la misma moneda, una complementa a la otra. En efecto, una sociedad excesivamente racionalista mantendrá una conducta encorsetada y represora; y al contrario, la que se rija exclusivamente por los sentimientos producirá arbitrariedad e incoherencia. Los vaivenes sociales suelen conducirnos a uno u otro extremo. Actualmente nos encontramos en el segundo.

Podríamos creer, utópicamente, en una moralidad congénita común a todo el mundo pero, dado que las emociones son contradictorias, ésta sufriría desviaciones. La mayoría de las veces una emoción es aceptable o no según la causa que la motive, la función de la ley es, precisamente, corregir esas desviaciones en aras del bien común. La vergüenza, por ejemplo, es adecuada siempre que se refiera a un mal comportamiento objetivo e implica el nacimiento de una conciencia personal. Ésta, además, lleva aparejados sentimientos de culpa, e, inculcada en los individuos de las sociedades actuales, haría innecesaria la proliferación de normas de convivencia y reduciría drásticamente las vigilancias administrativa y policial. Desembocamos así en el campo de la justicia, que para que no se limite a mera compasión, quedando reducida al campo de las simpatías personales, ha de estar igualmente institucionalizada. Aunque la educación y los mass media contribuirán a interiorizarla. Y, sobre todo, evitarán que el individuo se deje arrastrar por la ira, que es ciega e individualista, pues lo que verdaderamente hace falta es indignación, un sentimiento que, además de tener su origen en la vulneración del bien común y ser desinteresado precisa de un criterio claro. Lo peor que puede ocurrir es que persista en el tiempo, en cuyo caso podría acarrear resentimiento, incluso predisponer a la venganza. Una sociedad ha de defenderse de las posibles transgresiones de sus miembros, para ello delega en lo que conocemos como poder judicial, que la sopesa y canaliza para hacerla aceptable. No obstante, algunos autores consideran más legítima la venganza irreflexiva del que ha sufrido un daño que esta venganza colectiva y meditada pues afirman que, en ciertos casos, puede producir mucha mayor crueldad.

De toda esta exposición puede deducirse la ya mencionada doble faceta de la emoción: positiva, pues todas son imprescindibles para mejorar algún aspecto vital, y negativa, ya que pueden perjudicarnos cuando las exageramos o hacemos mal uso de ellas. Camps, sin embargo, afirma que el miedo no parece conducir a nada bueno (no menciona la precaución, que constituiría su faceta positiva) y que debería sustituirse por su opuesto: la confianza (en  el progreso, la justicia, la libertad), que ha persistido, más o menos, hasta el final del S. XX y ahora ha desaparecido sin ser sustituida por nada. Es verdad que existen principios teóricos que satisfacen a mucha gente pero el mundo no se rige por ellos. En el ámbito cotidiano, este sentimiento se apoya en la responsabilidad propia y ajena – ya que no podemos elegir en quién confiamos y  sólo serán merecedores aquellos que, sabemos, no nos van a defraudar. – y es uno de los principios básicos que rigen la vida en común. Pero en el terreno profesional, el cliente ha ido perdiendo progresivamente la confianza en los servicios, refugiándose en una actitud defensiva que destruye el clima necesario para obtener lo que se pretende con dicha relación y volviendo imprescindible la presencia jurídica con más frecuencia de lo deseable.

Una emoción imprescindible para convivir en armonía con uno mismo y con los demás es la autoestima, que podría definirse como el orgullo que uno siente por lo que es y tiene. Las posesiones, la posición en la escala social, una ocupación prestigiosa producen admiración y ésta, a su vez, aumenta la autoestima. Por el contrario, y ya que la autoestima se construye socialmente con las cualidades que la colectividad considera valiosas, quien carece de lo suficiente para vivir con dignidad se sentirá inferior al resto. Igual sucederá con aquellos que pertenezcan a un grupo considerado inferior en cuanto a sexo, raza etc. ya que, a pesar de lo que digan las legislaciones, la discriminación sigue siendo un hecho. Como respuesta, el individuo se organiza para reafirmarse a sí mismo y reivindicar el carácter digno de esa identidad discriminada. En estos casos, hay que evitar que el individuo se diluya en el grupo en detrimento de su identidad personal, perdiendo libertad de elegir una trayectoria vital propia.

La tristeza, entendida como un malestar que afecta a determinadas personas, se ha contemplado siempre, pero sus causas empezaron a identificarse a partir de las investigaciones de Freud. En aquel momento, el motivo más frecuente era la represión social, por el contrario en las sociedades modernas encontramos excesivo individualismo, falta de un proyecto colectivo, de solidaridad, de valores comunes, de proyectos que orienten y enfoquen a la persona, quizá de autoridad. En este momento, la tristeza tiene muy mala prensa, se tiende a perseguirla, a fulminarla, a intentar que se volatilice. El actual auge de la psicología junto a la confusión propiciada por los intereses económicos de la industria farmacéutica no tolera ni siquiera una saludable tristeza reactiva. Se diría que, últimamente, nos pase lo que nos pase, no podemos ponernos tristes sin resultar sospechosos de padecer depresión (pg. 249 y ss.) Lo peor  es que una gran mayoría de la población afectada acepta de buen grado este enfoque pues, evidentemente, resulta mucho más cómodo refugiarse en la medicina – aunque ese mal concreto no sea de su competencia – que esforzarse por salir uno mismo del bache. Pero, si tomamos el camino más fácil, no seremos nosotros quienes gobernemos nuestras emociones, en nuestro lugar lo harán los medicamentos, o el psicólogo, o cualquier otro profesional a quien competa. Y no se trata de un asunto trivial: la forma en que gestionemos ésta o cualquier otra emoción determinará nuestro comportamiento e incluso nuestro carácter.

Volvemos así al principio, cuando afirmábamos que la razón interviene para canalizar los sentimientos. Podríamos decir que la emoción central, que gobernaría todas las demás, sería la pasión por el conocimiento, un conocimiento práctico, dirigido hacia el entorno. Empezando por lo que tenemos más cerca: nosotros mismos. Si somos capaces de distanciarnos lo suficiente para conocer nuestras propias debilidades seremos capaces de superarlas practicando el autodominio, y éste servirá a su vez para mejorar la vida en común.

Y, hablando de convivencia, la política siempre ha utilizado técnicas para el manejo de  sentimientos colectivos. Una estampa que tenemos muy presente es la de los retóricos griegos intentando persuadir a la ciudadanía. Actualmente, aunque existan otros medios distintos de la palabra, aunque se pueda llegar a mucha más gente, el procedimiento utilizado para transmitir un mensaje electoral es básicamente el mismo: independientemente de quien tenga razón, triunfará el que mejor consiga estimular la emotividad de los oyentes, tanto si persigue una causa justa como si lo que pretende es todo lo contrario. Un efecto peligroso, sí, pero real.

Y, si como estamos viendo, la emoción influye en las conductas mucho más que cualquier discurso racional, parece lógico que, en lo que concierne a la palabra, sea la narración el género que más fácilmente mueve las conciencias. La belleza emociona, las peripecias que acontecen a unos personajes con cuyos rasgos nos identificamos pueden llegar a apasionarnos aumentando de esa forma el interés por el mensaje ético.

Estas son, expuestas muy grosso modo, algunas de las ideas vertidas en este ensayo. Pero hay que escuchar a Camps, sumergirse en su prosa clara y directa, al alcance de cualquier lector medio y tratar de distinguir las doctrinas filosóficas, que ella despoja de florituras y tecnicismos para hacernóslas más comprensibles. La filosofía, reconoce, nunca ha destacado por llegar a grandes conclusiones, pero es experta en hacerse las preguntas pertinentes en cada momento histórico. Y, una vez expuesta la pregunta, la respuesta está siempre en camino. Lo peligroso es que ni siquiera seamos capaces de hacernos las preguntas correctas.

Queda patente la importancia que adquieren en la esfera de lo social las emociones más frecuentes así como la forma de gestionarlas. Pero éstas, como es natural dada la enorme complejidad de la capacidad de sentir del ser humano, no se agotan con las que Camps enumera en esta obra. Al tratarse de un texto reciente, y por tanto inmerso en los recientes acontecimientos que nos implican a todos, yo he echado de menos la codicia.

Reseña recomendada: El gobierno de las emociones